martes, 26 de agosto de 2008

EL ABSOLUTISMO


Absolutismo significa poder soberano o de origen divino desligado de cualquier otra instancia de poder temporal, sea el papa
o el emperador. En este sistema de gobierno el estado y el monarca se consideraban como una única entidad situada por encima de la ley, y el concepto de derecho divino de los reyes era la justificación que legitimaba la pretensión de soberanía indivisible.

El absolutismo, término que procede del latín absolutus («acabado», «perfecto»), fue el principal modelo de gobierno en Europa durante la época moderna, caracterizado por la teórica concentración de todo el poder del Estado en manos del monarca gobernante. La implantación del absolutismo representó un cambio sustancial en la concepción sobre la dependencia de las autoridades intermedias entre el súbdito y el Estado, situación que comportó la creación de una burocracia eficaz, un ejército permanente y una hacienda centralizada. Su andadura política se inició en los siglos XIV y XV, alcanzó la plenitud entre los siglos XVI y XVII, y declinó entre formas extremas e intentos reformistas a lo largo del siglo XVIII.
Ningún monarca absoluto trató de atribuirse la exclusividad o monopolio del poder, sino la soberanía del mismo. Poder absoluto, durante la época moderna, fue básicamente poder incontrolado, poder no sometido a límites jurídicos institucionalizados. Éste fue el marco y la verdadera preocupación de las monarquías europeas que se calificaron interesadamente como absolutas, que se esforzaron por serlo de un modo real, práctico y efectivo, y que lo consiguieron de forma parcial y progresiva. Por tanto, el poder absoluto debe entenderse, por una parte, como un poder soberano o superior, no exclusivo; es decir, presupuso y asumió la existencia de otros poderes: señorial, asambleas estamentales o cortes, reinos municipios, etc., respecto a los cuales se consideró preeminente y, por otra parte, como un poder desvinculado de controles o límites institucionales.

Los antecedentes del absolutismo


El siglo XIV y buena parte del siglo XV fueron escenario de innumerables conflictos: depresión económica, fractura cultural y resquebrajamiento político en un escenario de guerras marcaron el tránsito hacia el siglo XVI. De la necesidad imperiosa por conseguir la paz en los diferentes reinos europeos, se derivaron dos repercusiones principales en el terreno político. Por una parte, los dos poderes tradicionales de la cristiandad medieval, el papado y el imperio, recuperaron, si no su anterior prestigio, sí su unidad. Por otra parte, a pesar de la gran variedad de formas institucionales de poder las monarquías feudales del medioevo salieron fortalecidas de una situación de crisis en la que habían conseguido erigirse lentamente en representantes de grupos nacionales, mucho más que de clientelas o huestes.
En Inglaterra, Francia, el Sacro Imperio, Polonia, Aragón y Castilla, entre otros, el rey, soberano cristiano consagrado por la Iglesia, se fue convirtiendo en la cabeza de una larga cadena de relaciones de vasallaje, encuadradas en el complejo marco del régimen señorial, y en el símbolo popular de la justicia. El monarca acumuló progresivamente amplios poderes, reforzando así su autoridad, cosa que le permitió vencer las resistencias y dotar de nuevos instrumentos al Estado.

Todo el poder para el rey


Las principales resistencias vinieron desde diferentes frentes. La primera era la fortaleza del poder de la nobleza. Garantizar sus intereses, en el marco del afianzamiento del poder personal del rey, fue un equilibrio permanentemente buscado a lo largo de la trayectoria política de todas las monarquías absolutas. Éstas nunca fueron árbitros independientes de la sociedad que se iba a dirigir, sino representantes insignes y garantes eficaces de la perpetuación del poder y hegemonía social de las noblezas, tanto si provenían de los señoríos de antigua estirpe, como de los fieles titulados de nuevo cuño. Fue para ellas para quienes se construyó el costoso aparato cortesano y el imponente mundo palaciego.
La segunda de las resistencias se concentraba en arrancar protagonismo a los órganos representativos del reino (cortes, parlamentos, dietas, etc.), todo ello sin intentar suprimirlos, ni atentar contra sus derechos; solamente evitando y espaciando su ritmo de convocatoria y haciendo que, progresivamente, perdieran su papel tradicional para ratificar cualquier petición de subsidio de guerra o impuesto público.
La tercera resistencia consistió en extender los tentáculos del poder real al gobierno de ciudades, villas y corporaciones, siempre tan celosas de sus privilegios y autonomía. Esto sólo pudo conseguirse a través del desarrollo de una política de concesión de honores que permitió al soberano inmiscuirse por muy diversas vías en las elecciones de cargos destinados a regir las diversas facetas de la administración municipal.
En idéntica línea, se diluyó el último gran escollo: controlar al menos terrenal de los poderes, la Iglesia. La profunda fractura religiosa de mediados del siglo XVI, ligada a la Reforma protestante y la posterior Contrarreforma católica, comportó, entre muchas otras repercusiones, un proceso de reafirmación de las iglesias nacionales, cada vez más alejadas de la omnipresente centralización del papado romano. En este marco, se hizo evidente la preocupación de los monarcas por vigilar e intervenir en la elección de los altos ministerios eclesiásticos que habían de ejercer un papel relevante en la justificación pública de la autoridad real y de su actuación política, en la paz y en la guerra. Todos fueron frentes difíciles de batir y, por ello, la lenta y no siempre exitosa lucha contra estas resistencias marcó buena parte de la historia de la consolidación de la autoridad de las monar­quías absolutas europeas, a lo largo de los siglos en que ocuparon el escenario del poder.

Realidades muy diversas, pero preocupaciones similares


Este complejo envite se emprendió desde diferentes frentes. En Inglaterra, acabadas las largas guerras medievales, Enrique VII inició una política de pacificación interna que ahon­dó en el reforzamiento de la autoridad real. Su obra fue culminada por Enrique VIII, mo­delo de príncipe renacentista, quien acometió una profunda tarea de concentración del po­der al controlar a los nobles, reducir al máximo la convocatoria del parlamento y crear la primera iglesia nacional, separada de Roma y encabezada por el propio rey, después del cis­ma anglicano y la promulgación del Acta de Supremacía (1534). En Francia, el período comprendido entre 1494 y 1559, es decir, entre Carlos VIII y Enrique II, supuso el arranque en la construcción de las nuevas estructuras del estado monárquico absolutista con una renovada concepción del poder real.
En otras zonas, se avanzó hacia un claro proceso de consolidación nacional. Polonia asistió a una vigorización del poder real, respaldado por la nobleza, de la mano de la dinastía electiva de los Jaguellones. La «Unión de las Tres Coronas» de Suecia, Dinamarca y Noruega se disolvió en 1521 y se inauguró un proceso de redefinición y asentamiento de las diferentes dinastías nacionales. En Rusia, de la mano de Iván III y hasta el fin del reinado de Iván IV, recordado como "el Terrible" (1584), se promovió la centralización gubernamental en Moscú, el sometimiento de la aristocracia boyarda y de las grandes masas campesinas y el fortalecimiento del ejército. En Portugal, en la primera mitad del siglo XVI, se vivió, bajo los auspicios de Manuel el Afortunado y Juan III, un período de esplendor en el que se perfiló una primera gran potencia mundial basada en un Estado moderno y un imperio transoceánico.
En la Monarquía Hispánica, a finales del siglo XV, se emprendió con Femando de Aragón e Isabel de Castilla una unión de reinos que puede considerarse un adecuado ejemplo del concepto de monarquía autoritaria, planteado como primera fase de avance hacia el absolutismo pleno. Esto se consiguió a través de la articulación de un modelo de gobierno llamado polisinodial, es decir, organizado a partir de diferentes sedes de manera que se equilibrara el poder superior de los monarcas con la existencia de instituciones representativas generales o cortes, y de múltiples consejos con tareas específicas, como el Consejo de Castilla, de Aragón, de Indias, etc. Así, se logró una gestión sorprendentemente ágil de un reino que había alcanzado dimensiones planetarias ya en los inicios del reinado de Carlos I de España y V de Alemania.

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